(Columna de Opinión del doctor Juan Rivera, corresponsal médico principal de Univision)Al ver a mi hijo de ocho años disfrutar de su inocencia, libertad y salud en la sala de mi hogar, una lágrima de felicidad y satisfacción se mezcla con otra de rabia e impotencia al ver, en televisión, las imágenes de alguien que pudo haber sido su hermano gemelo en el momento que convulsa descontroladamente en una carretera en Siria.Y mientras mi hijo construye castillos en su iPad, el otro lucha por mantenerse vivo.Las imágenes son claras para cualquier persona con algún tipo de educación en medicina. En Siria utilizaron armas biológicas, gas nervioso en contra de la población civil.Imagine usted que nuestro cuerpo tiene un botón de “on” y “off”. El gas, el cual es inhalado por la persona expuesta, en segundos prende ese botón de “on”, el cual permanece en un estado hiperactivo, como en turbo, mientras no se le provea atención médica al individuo.Por eso el niño en la televisión secretaba secreciones copiosas por la nariz, sus músculos se contraían violentamente, le salía saliva en exceso por la boca, no podía ver y su respiración era caótica. Todas sus funciones corporales se veían tan descontroladas como un auto que viaja a 200 millas sin freno; el único final es un choque abrupto, un último respiro producto de un desgaste fisiológico.Estas armas químicas son parecidas biológicamente a algunos pesticidas, pero son mucho más potentes y letales. Un solo respiro es suficiente. El antídoto, una sustancia llamada atropina, tiene que proveérsele a la víctima de inmediato para aumentar la posibilidad de sobrevivencia o evitar efectos adversos a largo plazo.Lamentablemente, en el momento del ataque químico los hospitales en Siria no poseían suficiente atropina. Los rostros confundidos y de terror de los niños y adultos afectados son un recuerdo permanente de esa dicotomía inherente del ser humano, la medicina y la tecnología. Ambas, utilizadas correctamente, pueden salvar una vida mientras que en las manos incorrectas puede acabar con millones.Es nuestra responsabilidad como ciudadanos del mundo enterarnos y comprender lo que sucede fuera de nuestro microcosmos. Es nuestro deber denunciar las injusticias, desarrollar nuestro juicio crítico y dejarse escuchar cuando es necesario. No hay mejor manera para intentar entender el sufrimiento de otros que tratando de imaginarnos caminar en sus zapatos. Y mientras cierro mis ojos y veo a mi hijo convulsionar en Siria, le pido al mundo una reacción colectiva y le rezo a Dios por justicia divina.Al fondo mi hija baila al son del hit de Marc Anthony: “Voy a reír, voy a gozar, vivir mi vida la la la la…”Un mundo, dos realidades. Injusticia.